Desde un comienzo, pocos creían que el proceso de paz con el Ejército de Liberación Nacional tuviera un buen pronóstico: la balcanización del mando de la organización guerrillera, el carácter mesiánico de sus dirigentes, la existencia de una línea dura cercana a Caracas y la propia agenda de las conversaciones hacían difícil conseguir avances en corto tiempo. El cese del fuego de final de año llegó a alimentar las esperanzas de que había una luz al final del tema, pero estas desaparecieron.
El motivo es que tras la ofensiva de comienzos de enero llegaron el fin de semana los ataques en Barranquilla y otros lugares de la costa Atlántica, con un saldo luctuoso creciente. Ante lo sucedido, el Gobierno no tenía salida diferente a la de suspender la instalación del quinto ciclo de diálogos, con el fin de enviar el mensaje de que su paciencia tiene un límite.
Tras la determinación del Ejecutivo, los más optimistas pueden pensar que el Eln acabará entendiendo que si sigue tensando la cuerda esta acabará por romperse. No obstante, lo dicho por el grupo guerrillero en su página web, referente a que “seguirán ocurriendo acciones militares de lado y lado”, no permite abrigar muchos anhelos.
Y es que un escalamiento de las hostilidades acabará con el mínimo margen de maniobra con el que cuenta la opinión para aceptar nuevas concesiones. La época electoral complica todavía más la situación, pues la tentación obvia de la mayor parte de los candidatos que están en el abanico es la de mostrarse intransigentes frente al terrorismo.
A lo anterior hay que agregarle una hipótesis que no suena descabellada. Esta tiene que ver con la mano de Venezuela, cuyo gobierno estaría tentado a dejarle en claro al de Juan Manuel Santos que si en el caso de las Farc fue parte de la solución, aquí puede ser parte del problema. Ello obliga no solo a manejar la situación con cabeza fría, sino a extremar las precauciones y subir la guardia, pues así como no hay que caer en provocaciones, también hay que ser firme y contundente.