El tema formó parte de los debates durante la reciente carrera por la Presidencia de la República. En forma mayoritaria, los candidatos señalaron su oposición al uso de líquidos a presión para fracturar las rocas del subsuelo y liberar hidrocarburos, más conocido por el nombre inglés de ‘fracking’.
La razón del rechazo a las llamadas tecnologías no convencionales es la impresión de que el daño ambiental que estas causan no tiene remedio. Uno de los caballitos de batalla de aquellos que rechazan su aplicación en el territorio nacional es plantear la disyuntiva entre agua y petróleo, inclinándose en favor de la primera a pesar de que otros la consideran como un falso dilema.
La polémica ha adquirido tintes emocionales que impiden que el asunto se mire con frialdad. De poco valen los argumentos en los que se señala que Estados Unidos, Canadá o Argentina han aumentado o planean incrementar su producción de crudo y gas natural a través de la técnica citada, sin que las evidencias sobre sus perjuicios resulten concluyentes. La respuesta es que en buena parte de Europa esta se ha proscrito debido a sus riesgos.
Aun así, la ministra de Minas, María Fernanda Suárez, aspira a que haya un ejercicio de reflexión serio. Para la funcionaria, no solo se ha hecho un trabajo previo importante en lo que atañe a la regulación, sino que el potencial del país es considerable.
En pocas palabras, las reservas de gas podrían pasar de 11 a 30 años de duración y las de petróleo de 7 a 15 años. Puesto de otra manera, el fantasma de la pérdida de la autosuficiencia energética se alejaría, por lo menos durante la década que viene.
El trabajo de convencer a los escépticos no será fácil y debe comenzar en el propio Gobierno. Acto seguido, el reto es ganar la batalla de la opinión pública, en una población que ve de manera cada vez más crítica a la industria extractiva. Falta que cada lado ponga sus cartas en la mesa, pero el mayor desafío es que la posverdad no decida la lucha.
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