El cruce de espadas volvió a tener lugar el viernes pasado. Ese día, mientras encabezaba los actos de inauguración de la entrega del túnel de Copacabana, en las goteras de Medellín, Juan Manuel Santos habló de Reficar y señaló que “comenzaban las obras sin la debida planeación, sin la debida estructuración”, para luego agregar que “lo mismo iba a suceder con las Autopistas de la Prosperidad”, que van a mejorar la conectividad de Antioquia con los puertos y el resto del país.
La respuesta no se hizo esperar. En una declaración, el expresidente Álvaro Uribe señaló que el actual mandatario “miente a los antioqueños”, insistiendo en que las Autopistas de la Montaña -como se llamaron en su Gobierno- “era un proyecto esencial para la competitividad de nuestra región”, cuyas especificaciones habrían sido recortadas.
No vale la pena entrar a terciar en una polémica que es un capítulo más de una enemistad que trascendió hace rato los terrenos de lo político y que llega a la descalificación personal. Pero el ejemplo sirve para dejar en claro que lejos de disminuir, el clima de polarización en Colombia sigue en aumento.
Y los casos no se restringen solamente a lo que pasa entre el actual inquilino de la Casa de Nariño y su antecesor. En Bogotá, el exalcalde Gustavo Petro ha enfilado baterías contra Enrique Peñalosa, dando muestras de una virulencia inusual al tratar los temas referentes al Distrito. La nueva administración capitalina insinúa que las movilizaciones en contra del servicio de TransMilenio muestran un grado de organización que sorprende, mientras sus opositores usan las redes sociales para atacarla.
En la lista también se pueden incluir las diferencias entre un sector de la prensa y la dirección de la Policía, o el ánimo emplazatorio de los comentaristas radiales, con respecto a la Refinería de Cartagena. La semana pasada, un conocido locutor deportivo dijo ante su audiencia que el caso del proyecto de Ecopetrol es el robo más descarado en la historia del país, a pesar de que no existe una sola acusación de corrupción, por lo menos hasta ahora.
Todo lo anterior inquieta. Para comenzar porque un nivel de confrontación verbal como el observado deslegitima fundamentalmente al sistema democrático, cuya razón de ser no es solo la de elegir y ser elegido, sino la de ventilar diferencias en forma civilizada, a través de los canales institucionales establecidos. La sensación de que es válido tratar de apabullar al adversario haciendo uso de cualquier instrumento nos pone a jugar con fuego, algo muy peligroso en un país que cruza con inusitada facilidad límites que en otras sociedades son infranqueables.
No menos riesgoso es el mensaje subliminal de que cualquier funcionario responde exclusivamente a intereses privados o venales. La impresión de que lo que vale la pena es hacer borrón y cuenta nueva, en el más extremo de los sentidos, cala en la ciudadanía, como bien lo muestran las encuestas.
Semejante evolución impide alcanzar consensos que son clave para avanzar, más allá de las posturas de cada quien. Para citar un caso, el deterioro de la situación fiscal debería llevar a que los impuestos se analicen con cabeza fría, pues lo que está en juego no son los programas del gobierno, sino la viabilidad del aparato estatal y el bienestar de la ciudadanía, que es la que gana si los planes sociales se cumplen, la infraestructura se desarrolla o la inflación está en niveles bajos.
Pero esa posibilidad se ve remota. Quienes disfrutan el espectáculo al ver al establecimiento en luchas intestinas son los que aspiran pescar en río revuelto, planteando soluciones extremas. Hace poco, el analista venezolano Moisés Naím advertía de los peligros de la polarización, tomando como base lo ocurrido en su país. Pero parece que en Colombia nadie quiere ver las alertas que nos hacen los que han experimentado en carne propia las consecuencias de querer destruir, no rebatir, al opositor político.
Opinión
Como perros y gatos
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Ricardo Ávila
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