Hay aniversarios que se celebran y otros no. El de la crisis financiera internacional, que comenzó oficialmente a mediados de septiembre del 2008, entra en esta segunda categoría. La razón es que muy pocos sienten nostalgia frente a una debacle que dejó como saldo la más profunda recesión que haya conocido el mundo desde el final de la Segunda Guerra, aparte de efectos que todavía se sienten en varias latitudes.
Más allá de reflexionar sobre lo que sucedió y los errores que se cometieron por parte de las autoridades de las naciones más ricas, al ignorar las señales de alarma, la preocupación de quienes miran hacia adelante es que un fenómeno de similar magnitud se vuelva a repetir. Los ceños fruncidos están justificados, pues el endeudamiento se encuentra otra vez en niveles similares a los que se registraron antes de que se declarara la emergencia.
Y esas mayores obligaciones se concentran cada vez más en las naciones emergentes. China es un caso inquietante, pero no es el único. La abundancia de dinero barato, que provino de los esfuerzos de los bancos centrales más poderosos que buscaban estimular el consumo y la inversión, acabó desembocando en excesos que deberían controlarse.
No obstante, hay una dificultad práctica que no es fácil de superar. Si hace diez años los dolores de cabeza aquejaron al sector financiero tradicional, ahora este supo tomarse algunas medicinas y mejorar su solvencia. En cambio otras opciones, como los bonos o las operaciones de los fondos privados, son responsables de que las acreencias aumenten.
Debido a ello, si viene una destorcida sería más dudoso que los mismos gobiernos que lanzaron los salvavidas la vez pasada, en desafío de lo que indicaba la ortodoxia, lo vuelvan a hacer ahora. Por tal motivo, valdría la pena que no se echen en saco roto las advertencias que hacen entidades como el Fondo Monetario Internacional. A fin de cuentas, si algo identifica a la humanidad, es la tendencia a repetir sus equivocaciones.