Los colombianos se sienten robados, especialmente la inmensa mayoría que habita las ciudades y no la infectan ideologismos. ¿Cómo es eso de que minúsculas comunidades pueden apoderarse, mediante cuestionables plebiscitos, del subsuelo que pertenece a la Nación, o sea, a todos los colombianos?
La teorías socioecológicas abundan y retumban en las redes sociales. Van desde la idílica visión de la arcadia campesina, hasta la satanización de la riqueza material como personificación del mal. En el proceso, se nulifica la larga lucha por cimentar la pertenencia pública del tesoro bajo tierra, que procede del derecho indiano. Mucho hubo que moler juridicidad para consolidarlo.
El fenómeno plebiscitario habría que enmarcarlo dentro de los derechos que protege la Constitución de 1991, y que la permisividad en la interpretación ha universalizado: todo derecho imaginable parece ser fundamental. El camino del infierno, etc. En vez de que la comunidad seamos todos, ahora resulta que sobre el bien general priman los más disímiles derechos comunales. El subteniente que llevan dentro manda más que los generales. Ningún ejemplo mejor de ese contraste que el derecho a la huelga de un subgrupo de pilotos de Avianca versus abrumadoras instancias del interés general.
Son ya trece municipios, y en alza, los que han decidido en contra de la explotación del subsuelo en su jurisdicción superficial, como si fueran su dueño. Es, ante todo, una manifestación comprensible del temor al cambio, factor mucho más significativo que la desinformación o el apego ecológico, a los que se ha querido atribuir la resistencia plebiscitaria. Todo el mundo tiene derecho a sus temores, aunque la vida tiene la mala costumbre de no ser estática. Reductio ad absurdum, sería como admitir que el criminal tiene derecho a no dejarse pillar por el policía, por el miedo que este inspira.
Es solidaridad contribuir a paliar las aprehensiones de compatriotas remotos, lo que no quiere decir, empero, que el temor dé pie para conculcar, por su parte, el derecho ajeno; a vulnerar, en el caso de los municipios recalcitrantes, los derechos del resto de los colombianos. Don Sancho Jimeno temía las velas piráticas que atisbaba en el horizonte desde Bocachica y que se acercaban a arrebatarle lo suyo y lo de su ciudad. Luchó hasta donde pudo, 1697. En la Colombia de hoy, el Estado, abandonado por sus propias altas cortes, claudica. La mancha plebiscitaria se extiende como huracán caribe.
A Colombia le ha costado ser república desde cuando Vasco Núñez de Balboa fundara Santa María la Antigua del Darién, en 1510, y quien fuera traidoramente decapitado. Un país marginal, sin recursos naturales fácilmente explotables, hasta hace poco se hizo a pura hacha. La bonanza de productos del subsuelo –abstracción hecha de si se hubiese podido manejar mejor– le abrió la ventana de prosperidad que nunca había conocido, y que sacó de pobres a millones de compatriotas.
La avalancha plebiscitaria troncha la esperanza del vendedor ambulante. Todos los colombianos tienen derecho, son sus dueños, a las riquezas del subsuelo, mientras, a la vez, se limite su impacto sobre la biodiversidad, que, se ha descubierto tardíamente, es el mayor tesoro teórico a mediano plazo. Ahora, importa el presente –la porción de tiempo terrenal de los de hoy es limitada–, no hay que dejarse robar a voto limpio.