La participación de la industria en la producción de riqueza nacional ha venido
disminuyendo desde hace tres décadas. Algunos lo atribuyen a la defectuosa negociación de tratados de libre comercio (TLCs), y a la no aplicación oportuna de sus cláusulas de salvaguardia. La mundialización desnudó a una Colombia ya de por sí mal abrigada. Todo eso es cierto, pero hay más.
El Concierto de Washington, y su corolario los TLCs (no necesariamente aceptados por los teóricos más estrictos, partidarios de un mercado abierto global), con su insistencia en las señales de mercado como criterio único para asignar recursos, dejaron mal parados a países de desarrollo económico intermedio. No era el ambiente para que prosperara su industria. El resultado ha sido su contracción porcentual (del 18 a 10% en Colombia) dentro del PIB. Una parte es atribuible a la tendencia universal hacia la economía de servicios, pero en Colombia el declive ha sido más acentuado, con no deseables consecuencias para la creación de empleo bien remunerado.
Hacia fines de los ochentas, cuando comenzaba a tomar cuerpo el concepto de la industria sin chimeneas, se pensaba que la creación tecnológica, la que dio lugar a Microsoft y Google, era asunto de países desarrollados con vocación para la investigación y la innovación. En la división del mundo, la manufactura era para la China, con su mano de obra barata. Al resto del mundo se le asignaba producir de acuerdo a sus ventajas comparativas, que no necesariamente pasaban por la industria. Después de algunos parpadeos, Colombia las encontró en los hidrocarburos y el carbón, y en algunos productos agrícolas que venían de tiempo atrás.
Localmente, la innovación, o por lo menos la imitación, podía encontrar su nicho si había investigación aplicada. No se dio en Colombia. Es triste, por ejemplo, el escaso eslabonamiento entre la industria y la universidad (en contratos y donaciones), que han debido ser aliados naturales. Por desgracia para el país, ni en el bachillerato, ni en la universidad ha habido ambiente para disciplinas tecnológicas que nutran la investigación. La gran mayoría de los centros educativos superiores se dedican a carreras suaves y letradas. Colombia es uno de los países con más abogados por habitante. La distorsión abruma. Más aún, las mismas ciencias de la ingeniería se han ido despegando de lo suyo para formar profesionales del management (mejor remunerados).
No es que haya un menosprecio en abstracto por la tecnología. Para ella no juega la aversión del hidalgo a trabajar con las manos como en los tiempos de don Sancho Jimeno, el héroe de Cartagena en 1697. Al contrario. Y se manifiesta en la atracción por la informática, que tiene la ventaja de su escasa barrera de entrada -un computador y cerebro-. Se aplaude el creciente número de esos desarrollos exitosos, algunos con categoría de unicornios. No son suficientes, sin embargo, para remplazar cuando de emplear se trata a las industrias con chimeneas no contaminantes orientadas hacia la exportación.
Rodolfo Segovia
Exministro e historiador.