La paz y devaluación del peso acaparan la atención nacional. De la paz, un tanto tembleque, ya se sabrá. La devaluación, en cambio, va por buen camino entre sonrisas y llantos. Larga ha sido la labor de convencimiento para que se acepte que es una variable sujeta a las fuerzas del mercado y un instrumento irreemplazable para corregir desequilibrios de la balanza comercial. Y el déficit es hercúleo: 6 por ciento del PIB. Menos atención se le ha estado prestando a la recesión sobreviniente (en su pudor, los medios rehúsan llamarla por su nombre, escudados en comparaciones continentales anodinas). Todavía prima un optimismo residual.
El crecimiento del PIB bien podría caer por debajo del 3 por ciento. Los indicadores económicos apuntan en esa dirección. Con ese crecimiento, el desempleo rebasará inevitablemente el 10 por ciento. Triste retroceso en el arduo camino recorrido por reducir la pobreza. Hasta la calificación crediticia del país podría ser cuestionada y descender a perspectiva negativa. Cuatro de sus componentes tienen señal débil: el entorno político e institucional, la economía, el sector externo y el frente fiscal.
El Gobierno le apuesta a las obras públicas para impulsar la reactivación. Germán Vargas, el Ministerio de Transporte y la ANI se apechan con mucha diligencia de cuanta concesión y APP asoma por ahí. Eso está bien, y con el deseable subproducto de mejorar la productividad, pero no es suficiente. Ni el petróleo ni la minería cuentan. La demanda interna se debilita. La locomotora tiene que provenir de las exportaciones y la sustitución de importaciones, desestimuladas por el alza del dólar. La estabilización de la tasa de cambio a un nivel alto de devaluación es el primer peldaño. Hace falta algo más.
Ese algo debería ser la tasa de interés. La política monetaria es el último instrumento disponible antes de que la inevitable avalancha tributaria aplaste. En un sector productivo convaleciente de la enfermedad holandesa, la reducción en el costo del dinero estimula inversión. Los potenciales exportadores en la industria, el agro y los servicios encontrarían aire fresco para animarse a seguir la estela de la tasa de cambio. Además, el abaratamiento del crédito estimula el consumo interno. Urge acción, aún si cifras empañadas por optimismo residual no reflejan todo el drama recesivo.
El Banco de la República le teme a la inflación. Es su deber. Su gerente y su junta previeron en enero pasado que la, relativamente, elevada inflación de entonces era un fenómeno coyuntural y que a mediados de año se aliviaría. Así ha sido y seguirá siendo, sobre todo con vientos recesivos. Sin que, de otra parte, como bien lo han recalcado Gobierno y banco, la devaluación, por lo exiguo del sector externo colombiano, pese mucho sobre la inflación. Ahora la recesión es el enemigo a enfrentar. En Colombia, desde la posguerra, toda devaluación fuerte ha sido preámbulo de disminución en la actividad económica. Una baja progresiva de la tasa de referencia contribuiría a reanimarla.
Don Sancho Jimeno, a más de defender a Cartagena contra los piratas, como lo hizo en 1697, era un exitoso hombre de empresa, dueño de haciendas y esclavos. Los depósitos de valor eran, en ese tiempo, el oro y la plata, que circulaban monetizados en la Nueva Granada. La disponibilidad de circulante se enrarecía cuando escaseaban las flotas de los galeones. Se encarecían los créditos y se entorpecían los negocios.
Rodolfo Segovia
Exministro - Historiador
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