El affaire Mockus saca a la luz que las cajas de resonancia de la paz retumban por convicción, y algo más. Y está bien el estímulo. En un trance tan difícil como el de acordarse con las Farc y vender el arreglo a los colombianos, todos los instrumentos lícitos son válidos. La paz, blanca paloma en su nido, es popular. Qué colombiano puede no desear que se acaben las muertes, las minas y los atentados a la infraestructura que empobrecen. Repicar la campana con brío, como lo hace Juan Manuel Santos, es defensable, aunque a veces el badajo suene más a madera que a bronce.
Ahora bien, lo que está en juego no es la paz, sino el cómo se hace. El Gobierno, con su intenso despliegue mediático, nacional e internacional, intenta aclimatar conceptos como justicia transicional, posconflicto, participación política de los exguerrilleros. No lo está logrando a cabalidad. Décadas de amedrentamiento cruel, sevicia, narcotráfico y la insensibilidad que emana de la moral revolucionaria aguijonean rechazos tajantes. La impunidad, sobre todo, produce roséola.
Hasta el paramilitarismo, reacción desquiciada a la guerrilla, paga condenas y es extraditado si reincide.
Los más intransigentes, entre ellos núcleos de las Fuerzas Armadas, piensan que las Farc están acorraladas. Si la inteligencia militar tiene razón, quedan 8.000, en parte concentrados en áreas de narcotráfico, defendiendo cultivos y corredores de tránsito. La atrición de los mandos medios es irrecuperable y los comandantes del Secretariado, aislados internacionalmente y sin futuro, se refugian al otro lado de las fronteras. Solo el terror disciplinario cohesiona las cuadrillas. Los batallones hace rato que dejaron de existir. ¿Qué comandantes creen aún que las armas son el camino al poder?
Para qué, entonces, pactar con las Farc como si estuvieran en posición de fuerza, cuando lo contundente sería profundizar la Seguridad Democrática hasta someterlas y quizá en ese momento negociar. O será que ya están rendidos y que La Habana no es más que un puente de plata para el enemigo que huye. Puede ser. Algunos añaden, y el argumento cuenta con muchas simpatías, que la derrota militar clara cerraría las puertas a aventuras de corte chavista, a las que Colombia es susceptible dada la fragilidad creciente de sus instituciones y las corruptelas en la clase política.
El cómo de la paz divide a los colombianos. Quedó demostrado en las elecciones de junio pasado, cuando en su nombre y a pesar de tener literalmente en la mano la gran mayoría de los agentes electorales, que se fajaron, el presidente Santos ganó por un margen incómodo (51 por ciento). Pero no son los trinos los que le restan batiente al cencerro de la paz. Pesa la vacía arrogancia de las Farc, la incertidumbre sobre concesiones y la vaguedad de lo ya acordado, incluida la monserga agrícola que retrasaría por muchos años el desarrollo del campo. Ni siquiera el aplomo de Humberto de la Calle cuando pone puntos sobre las íes logra disipar la desconfianza.
Cuando don Sancho Jimeno defendió Bocachica contra los franceses en 1697, tenía muy claro quién era el enemigo ancestral. En 1706, empero, hubo de rendir homenaje al verdugo pirata de Cartagena, Jean-Baptiste du Casse, ahora almirante de Francia, que arribaba en la estela de la flota de los Galeones de Tierra Firme, cuya nave capitana era el malhadado galeón San José. ¡Ah sapos al jerez que habría que tragarse! Tilín, tilín: raison d’état.
Rodolfo Segovia
Exministro - Historiador
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