Se presentan excusas por el párrafo. Es un enredo próximo al desvarío, pero sin él son incomprensibles los desencuentros en La Habana: “El desplazar el discurso estructuralista en el cual el capital estructura las relaciones sociales de manera relativamente homogénea hacia una visión de hegemonía en la que las relaciones de poder están sujetas a repetición, convergencia y rearticulación ha introducido la cuestión de temporalidad en el pensamiento estructural, y marca un apartarse de una forma de althusserianismo que trata totalidades estructurales como objetos teóricos, para adentrarse en una teoría en la que atisbos de la contingente posibilidad estructural inaugura una renovada concepción de hegemonía contenida en los lugares contingentes y las estrategias de la rearticulación del poder.”
Clarísimo. En ese denso párrafo de diáfana estirpe marxista están estancadas las conversaciones. Luis Althusser, por cierto, fue un muy respetado filósofo marxista y estructuralista francés, profesor de la connotada École Normale Supérieure, y referente ideológico del Parti Communiste. Sufría de sicosis maníaco-depresiva. Asesinó a su mujer en un acceso de locura. No fue condenado. En sus peores momentos, lo visitaba con frecuencia Michel Foucault. No hay intención irreverente.
De vuelta a la tierra, ahora, la ‘rearticulación del poder’ depende de que el Estado reconozca sus culpas, desde el inca Manco Cápac hasta Cristóbal Colón, por supuesto. El ejercicio de verdad histórica para esclarecer el origen de la rebelión marxista en Colombia está plagado de garabatos, pero, en síntesis: unos jóvenes idealistas se dieron a la tarea, por allá en 1964, de adoctrinar una de tantas protestas campesinas armadas de la historia del país. Después del desangre partidista, el Frente Nacional intentaba, en su afán por consolidar la paz pública, recuperar el monopolio de la fuerza. Inspirados por Castro y la Guerra Fría entre dos sistemas de organización social, los jóvenes empoderaron a ‘Tiro Fijo’ con una doctrina.
En un comienzo, don ‘Manuel’ quería justicia campesina; los jóvenes, el poder. Para ello encaminaron apoyo militar externo, mientras organizaban todas las formas de lucha. El Estado se defendía, las más de las veces en la incompetencia. La opinión menospreciaba a la guerrilla e ignoraba al mundo exterior que la aupaba. La angustiaban otras manos criminales. A la postre, el enano se creció.
De no haber sido por el accionar de la FAC, que impidió la concentración de batallones guerrilleros para la toma de Bogotá, quizá la mesa de La Habana tendría otra configuración. Pero en verdad, fueron las instituciones colombianas, tan ultrajadas, las que reaccionaron.
Después de la farsa de El Caguán, pocos observadores daban cinco centavos por Colombia. Estado fallido. De la institucionalidad surgió Álvaro Uribe. A pesar de comprobados abusos de poder, un país agradecido lo ampara con una malla protectora. Fue como don Sancho Jimeno en 1697 contra los piratas: supo identificar a los malos.
Los que envueltos en las buenas maneras de la negociación no identifican nada, son los compañeros de las Farc. Su accionar revolucionario consta ya solo de terrorismo y narcotráfico. El sentimiento casi unánime de los colombianos los desestima, aunque, posesos por la verdad, no lo aceptan. Y no hay paz sin admitir que en su afán de poder llegaron hasta al punto de no retorno criminal.
No hay regreso sin sanción. El derecho de rebelión tiene límites.
Rodolfo Segovia
Exministro - Historiador
rsegovia@axesat.com