MARTES, 16 DE ABRIL DE 2024

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Rodolfo Segovia S.

Malos y buenos

Rodolfo Segovia S.
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Rodolfo Segovia S.

'Palo porque bogas y palo porque no bogas' reza un proverbio del Siglo de Oro, que se refiere al penado que rema en el banco de la galera. El Día del Juicio, cuando el ángel haya hecho las cuentas y remita a Álvaro Uribe donde corresponda, los contradictores del presidente cuestionarán la decisión. Hágase la que se haga cuando de él se trata tiene que estar equivocada. Es cuestión de principios.

El presidente de Colombia es víctima de los estereotipos que la Revolución Francesa legó a la cultura occidental y que siguen vigentes: los revolucionarios progresistas son los buenos y los malos, cualquiera que sea el matiz, autoridad reaccionaria y represiva: Danton y el Antiguo Régimen; Jaime Bateman y Julio César Turbay. Es el mito político de la modernidad que se refleja en la literatura, desde los Miserables hasta El Coronel no tiene quien le escriba, en las óperas como Tosca y en las películas como La Guerra de la Galaxias. Una constante al servicio de ilusiones juveniles y un rasero que engendró a Robespierre, Stalin o 'Tirofijo' y hasta excusó sus excesos. Es también la trampa en que caen columnistas de opinión que en la crítica cosechan el aplauso fácil.

Lo difícil es gobernar. Y más difícil todavía gobernar sirviendo al bien común mientras se conquista, en tiempo real y sin esperar un aleatorio veredicto de la historia, el beneplácito de los gobernados. Sin ese beneplácito mal podrían los amigos del Presidente remotamente acariciar un tercer mandato por la vía electoral. Se equivocan quienes contemplan la reelección, áulicos a los que se les ha dado por pensar, como a don Sancho Jimeno, el valiente defensor de Cartagena en 1697, que el poder del soberano solo se extingue en la tumba. Lo esperable es que la tal reelección no se dé por voluntad del propio Uribe.

Mientras tanto, los oponentes, que gozan de una libertad de expresión envidiada, donde la autoridad es realmente reaccionaria o de un dorado exilio por cuenta de oeneges malintencionadas o ilusas, se desesperan ante los éxitos del Presidente. El ya basta de los colombianos que eligió y reeligió a Álvaro Uribe se ha hecho poco a poco realidad. La guerrilla se sigue desboronando, proceso que no terminará, sin embargo, hasta cuando la manigua se trague a los recalcitrantes. El paramilitarismo organizado, imagen en el espejo de la subversión, ha entrado en etapa terminal. La extradición de sus cabecillas lo desarticula, sin que ello quiera decir que se haya acabado el narcotráfico, con el que no hay que confundirlo. Ese flagelo tendrá que esperar a que los países desarrollados modifiquen su ineficaz política de interdicción. De ñapa la economía se recuperó y sigue bien, los empresarios invierten y dan trabajo, llega capital internacional y los consejos comunales, cuyo estilo populachero levanta ampollas, le van haciendo mella a la pobreza.

Es curioso cómo a Álvaro Uribe no se le cuestiona la legitimidad de las urnas. Una vez tuvieron oportunidad de manifestarse, los colombianos expresaron su deseo de que continuara lo que venía haciendo bien. Para empañarla se ha recurrido a recriminaciones indirectas, cuyo eco internacional le ha hecho más daño al país que al Gobierno: las mañas para aprobar la reforma constitucional en el Congreso, la presunta cercanía a los capos paramilitares, las Convivires en épocas en que la fuerza pública prefería la poltrona al control del territorio, las falencias en materia de derechos humanos, algunos aliados cuestionables y sus peculiaridades estilísticas.

Detrás de esos visillos se transparenta el pecado original de Uribe: no encuadrar dentro del prototipo idealizado del revolucionario, cartabón imaginado por los franceses para distinguir entre los malos y los buenos.

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