Las Farc martillan acerca de la ilegitimidad del poder en Colombia. En el Legislativo se hace lo posible por darles la razón. De sus vicios, nace una muy disminuida credibilidad. Se refleja en el creciente abstencionismo (c. 70 por ciento) en las elecciones para el Congreso. No se vota porque no se cree. La expresión frecuente del elector raso es: ¿Y eso pa’qué? De dónde se deriva, puesto que no existe otra motivación, la primera piedra de la corrupción electoral: ¿Cómo voy yo ahí?
En las justas para el parlamento, ha ido desdibujándose la influencia de la opinión, aunque quizá eso vaya a cambiar radicalmente con la postulación del presidente Uribe al Senado en lista cerrada. La opinión pesa, pero en las presidenciales, como lo demostró en este siglo el mismo Álvaro Uribe. La composición de los cuerpos colegiados se ha deteriorado. Con excepciones, sus integrantes no inspiran las lealtades multitudinarias de otros tiempos. Escasean las figuras próceras. Los partidos, sostén de la democracia representativa, han seguido parecida senda, institucionalmente nefasta. Les va algo mejor a los que hacen gala de alguna coherencia ideológica, y no simplemente de compota clientelista.
El complemento de la descomposición es el fenómeno de la empresa electoral. Cuando el partido poco contribuye a la votación de cada quien y, por lo tanto, no tiene instrumentos para influir, las votaciones se convierten en el sálvese quien pueda de la lista abierta. La tabla de salvación es el billete. Aún gentes normalmente bien informadas, no alcanzan a imaginarse, por desprevenidas, cuánto cuesta una curul de senado. Son cifras descomunales, en los miles de millones, si bien con variantes regionales y cargas de prestigio de los que aún lo conservan.
Ahora bien, el parlamentario no es generalmente persona de gran fortuna, y el que la tiene, bien o mal habida, limita la apuesta. ¿De dónde sale la plata? Pues del Estado mismo. Su generosa ubre posee mil fisuras por donde se escapa, ilegal y, haciendo equilibrio sobre la raya, legalmente, el aceite para las urnas. Es una cooptación de los dineros públicos para sostener curules y derivar beneficios para sí y para los allegados.
Un nefario y prevalente corolario, vergüenza de la democracia, es el nepotismo electoral. Una vez montada la empresa, hay que conservarla en la familia. No se concibe retiro, forzoso o voluntario, del titular, donde la curul vaya a herederos políticos por fuera del clan. Se han invertido ingentes recursos y sería un crimen dilapidarlos. Adiós meritocracia. Se estrangula, por cierto, la movilidad social vía la política, que tan buenos servidores públicos ha promovido en el pasado. Los genes mandan y se consolidan en la pudrición.
Ese nepotismo curulero florece por todo el país, con intensidad variable y, en algunas partes, con virulencia. Don Sancho Jimeno, quien se distinguiera defendiendo a Cartagena en 1697, vivió en una época en extremo ‘nepótica’, pero con lo que se vive hoy en la ciudad que tanto amó, se hubiese quedado pasmado. Seis congresistas y excongresistas, cuestionados o condenados, postulan hijos o cónyuges para el Senado. Devoto amor filial y conyugal. La Gata, postrada, quizá lanzará de nuevo a su senador hijo, Héctor Julio Alfonso. Y por último, el hermano del nuevo alcalde, desconocido en la política, se arrima al árbol familiar para aspirar. Flaco servicio le presta a quien ha arrancado bien. Nepotismo rampante que deslegitima.
Rodolfo Segovia
Exministro - Historiador
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