El francés Thomas Piketty es un respetado académico y notable economista de gran reconocimiento europeo. Su libro El capital en el siglo XXI (Le capital au XXIe siècle, Seuil, septiembre, 2013) ha arrasado en librerías, con todo y sus 900 páginas.
Y con razón, la profundidad de la investigación y el manejo de la historia económica son superlativos. Pero eso ya lo sabe cualquier persona bien informada. Lo que aún no ha prendido las alarmas es la conclusión que se deriva de sus elegantes series econométricas y agradable prosa: la revolución dulce. Marx sin hoz y martillo.
Piketty, como Marx, arremete contra el capitalismo, sin las estridencias del Manifiesto Comunista, pero con sus mismas herramientas, hoy mucho más sofisticadas, de econometría. Y con el equipaje de la económica política, pero sin pretensiones filosóficas hegelianas. Además, nada tiene contra la asignación de recursos vía las señales de precios que emite el mercado o contra su eficacia para incrementar bienes y servicios.
Atrás quedan, y bien enterrados con el Muro de Berlín, la dictadura del proletariado y la propiedad estatal de los medios de producción, idea todavía residual entre élites intelectuales y políticas criollas. Hace, en cambio, las delicias de Stieglitz, Krugman y de todos aquellos insatisfechos con las respuestas de la sola economía de mercado.
¿Qué es, entonces, lo revolucionario de Piketty? Su análisis estadístico demuestra que, en los últimos 200 años, el capitalismo, por su naturaleza, llevó inevitablemente a la concentración de la riqueza y a la desigualdad. Adiós, entonces, al efecto de goteo, según el cual si una sociedad se enriquece gracias al esfuerzo de agentes económicos innovadores, a la larga todos se benefician proporcionalmente. Su ‘descubrimiento’ central consiste en demostrar que los rendimientos del capital son más altos que el crecimiento del PIB. Como consecuencia, una minoría, detentora del capital, acumula más y más rápido que los demás.
Le capital, ecos de Das Kapital, sostiene, además, que en los últimos 30 años, justo desde cuando las estadísticas son más transparentes, la distancia entre lo más y los menos ha venido creciendo. Piketty pone en la web, a disposición de los estudiosos, todas sus fuentes, tablas y cálculos. Han surgido contradictores de sus cifras y sus conclusiones. El debate está en pañales. Las implicaciones son enormes. Cabe comentar que las tres décadas recientes coinciden con la desregulación financiera y la creatividad desbocada en nuevos instrumentos –algunos dolosos–, sin que la creación de valor haya ido a la par, como sí sucede con la innovación en el mundo real.
Sirvieron, en cambio, para enriquecer sin mesura y por todo el planeta a los intermediadores del capital. Piketty no desagrega.
Un intelectual cartesiano de la estatura de Piketty no podía menos que, después de todo ese concienzudo trabajo, medírsele a destronar la inequidad, Santo Grial de estos tiempos. En su época, don Sancho Jimeno aprendió cómo se capturaban rentas, cuyos frutos los piratas querían confiscar y no solo a los ricos de Cartagena. Hizo todo lo posible por evitarlo en 1697. La revolución dulce que propone el francés posee la ambición universal de Marx, sin indeseables subproductos y al alcance por cauces democráticos: un impuesto mundial sobre el capital para enderezar las cargas.
Rodolfo Segovia
Exministro – Historiador
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