Colombia es un volcán. La trepidación se percibe sin necesidad de sismógrafo. El magistrado Pretelt es apenas la fumarola del cráter. Queda capacidad de reacción, como lo demuestra la indignación con sus procederes, pero se pasa la página. Mientras tanto, en el vientre de la montaña se cuecen mares de lava.
Está en juego el contrato social. Quizá el horror de cada día no sea más que una demostración del maravilloso florecer de la libertad de expresión en Colombia, pero hay que admitir que no le falta material. Los hechos diversos van desde la proliferación de los linchamientos hasta ‘el usted no sabe quién soy yo’. Y de hacer la trampa como se pueda, ni hablar. El tejido social desconfía o desprecia la autoridad. O la desafía, como el clan Úsaga y el Eln. Las Fuerzas Armadas son una delgada línea verde que protege del caos.
De la descomposición no escapa ningún estrato social. Hace poco, alguien preguntaba: ¿qué se hizo la élite colombiana? Aquella que reaccionaba con pulso seguro cuando le crujían las cuadernas al barco. Arduo reclutarla, pues en su seno abundan estafadores que abusan de la confianza del público, llámense Nule, InterBolsa o carteles oligopólicos. Prolifera la inmoralidad empresarial.
Los buenos han sido los más, es cierto. En 200 años de vida independiente construyeron, tanteando y en medio de conflictos, una sólida catedral institucional que sobrevive aunque ya resquebrajada y con las torres desplomadas. Cada día el ariete arremete implacable sin descanso y hace temer por la sostenibilidad del modelo de Estado.
La favorable coyuntura económica de los últimos años ha enmascarado lacras. Soplan vientos menos gratos. Aunque el Gobierno actúa responsablemente para paliar la desaceleración, remontar requiere bastante más que la acción gubernamental. La tarea se complica porque la ola de corrupción mina la confianza de los agentes económicos, adentro y afuera. Al crecimiento, tan necesario para la equidad, no le es indiferente la fragilidad institucional.
Mientras tanto, buena parte de la clase política no tiene otra preocupación que el timbrar de la registradora. Parafraseando una frase brasileña: “roba, pero no hace”. El bien común le es un bien ajeno. La encarcelan, pero, como capo de la droga, la hidra reaparece, ánima en pena, gracias a un sistema electoral corrupto, burla de la democracia. Es la putrefacción de partes del cuerpo social que la justicia, por incapacidad u omisión culpable, hace poco por amputar.
España descendía a simas de decadencia y desgobierno, mientras don Sancho Jimeno defendía Cartagena en 1697. Todo se resolvió en un cambio de dinastía. Las estructuras permanecieron en su sitio. No había alternativa. Más de lo mismo. Ahora, como es bien sabido, están ad portas quienes quieren cambiarlas por esquemas probadamente obsoletos, pero de atractivo populista. El terreno es fértil. ¿Será que los buenos ya no son los más?
Rodolfo Segovia
Exministro – Historiador
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