No todos los índices económicos en Colombia muestran recesión. Hay una actividad próspera, literalmente ‘disparada’, que va en aumento, dejando ganancias cada vez mayores a los que participan en ella: la criminalidad.
No es del caso referirse al narcotráfico, pues su auge es evidente y su poder de corrupción está muy arraigado en todos los rincones del país. Es seguro que hoy la droga sea el primer producto de exportación, así se responda despectivamente que las incautaciones nunca habían sido tan altas. ¡Claro! Si la producción de cocaína es hoy varias veces lo que era antes, cuando realmente había erradicación, no es raro que los cargamentos que caen en manos de las autoridades sean mayores. Pero son seguramente apenas un residuo.
Lo que sí es claro, es que la criminalidad que los medios ingenuamente llaman ‘común’, como el robo, las lesiones personales, el microtráfico, la extorsión y otros que asedian a la gente honesta, crece a niveles nunca antes vistos. Ya en 2016 la consultora internacional Versik Maplecroft había incluido a Colombia en la lista de los trece países de mayores tasas de criminalidad del planeta. Otro ranking, además del de corrupción, en el cual el país repunta. Nuestros competidores son Afghanistán, Guatemala, México, Irak, Siria, Honduras, Venezuela, Somalia, El Salvador y Paquistán. Podrían entre todos inventarse otro de esos organismos multilaterales, y nombrar como su secretario general a algún ex-presidente de uno de esos países, como se hizo con el famoso Unasur. En esta lista de países, pronto habrá varios de sus gobernantes cesantes.
Se suponía que con el fin de la denominada ‘guerra’ en Colombia, habría cola de inversionistas extranjeros, el PIB crecería mucho más y las fuerzas del orden se podrían dedicar a combatir a los delincuentes. Con ello se haría de nuestro país, en materia de seguridad y crecimiento, un modelo para la envidia de los países de la Ocde, el club de ricos al cual insistimos en ingresar, para mantener otra elevada nómina en París, y allí nombrar amigos y parientes del gobernante de turno.
En teoría. Porque a pesar de que el presupuesto para Defensa y seguridad crece como espuma, la seguridad no muestra signos de recuperación. La pregunta obligada es, entonces, ¿dónde está la policía?, aquella que pagamos para que nos proteja, para que capture a los bandidos, para que con su presencia nos dé la confianza y tranquilidad que tanto anhelamos. Para eso les dimos motos, uniformes, cascos y armas nuevas. Hasta los pintamos de verde limón ácido, para que las ratas huyan ante su reluciente presencia.
Según las noticias de todos los días y de los actos de los cuales somos víctimas los ciudadanos de a pie, incluido este columnista, la policía se esconde detrás de postes y esquinas, para ver cómo nos aplican el flamante código, cómo encuentran razón para amenazarnos con multas, que en realidad son su sobresueldo. Basta con que el Inspector General de la Policía navegue por las redes sociales para que entienda lo que hacen hoy sus muchachos motorizados, y el creciente temor que causan entre los ciudadanos que se supone deben proteger. Para que vea cómo ahora hay maltrato físico y violaciones de los derechos humanos. Para que vea como sus policías empiezan a comportarse como la narcoguardia del país vecino. Con ese ejemplo, y con el auge del hampa, no sería extraño que los niños de hoy, cuando jueguen ‘policías y ladrones’, se pidan ser parte del segundo equipo.