Hace treinta años estaban en boga las películas sobre la guerra nuclear. Todas apuntaban a que el fin del mundo estaba cerca, y que la causa del apocalipsis sería un enfrentamiento entre las grandes potencias. Ello llevaría a la destrucción súbita de la vida, y el invierno radioactivo terminaría con cualquier organismo que hubiera sobrevivido a las más de 10.000 bombas termonucleares que lloverían alrededor del planeta. Pues la guerra fría amainó y los temores con los que creció nuestra generación desaparecieron. ¿O no?
Parece que no. Parece que de todas maneras nos destruiremos. Y lo estamos haciendo, solo que no se nos está quemando la piel, ni nos están aplastando los escombros. Es peor aún: lo hacemos adrede, somos conscientes de ello, y no nos importa mucho. Estamos acabando con nuestro aire, arrojando a él todo tipo de substancias, y les echamos la culpa a las placas de los vehículos, y no a los combustibles.
También arrojamos al agua millones de toneladas de plásticos, de tóxicos, de residuos orgánicos, de metales pesados. Y las industrias y la agricultura en el hemisferio sur ahora utilizan más de la mitad del agua disponible, robando cada vez más la que debería ser destinada al consumo humano.
Observamos pasivamente cómo los narcos y las mafias deforestan nuestras tierras y las esterilizan con químicos muchísimo más tóxicos que el tal glifosato, el que no asperjamos para que a ellos no se les irrite su delicada piel. Y como resultado, también aniquilamos la biodiversidad, por lo cual ya más de 40 por ciento de las especies animales y vegetales están en peligro de extinción.
Y todo esto nos lo vuelve a contar el sexto reporte de las Naciones Unidas sobre las Perspectivas Globales del Medio Ambiente, un escalofriante informe de 745 páginas, lanzado en la asamblea llevada a cabo en Nairobi (Kenya), la semana pasada. Y, como siempre, no hacemos nada.
El informe de la ONU explica y demuestra que, como causa de estas agresiones contra nuestro medioambiente, al año mueren prematuramente en el mundo más de siete millones de personas. Y nuevamente hace un llamado para que se adopten medidas inmediatas y drásticas para evitar este suicidio y, de paso, detener el cambio climático, que es el principal problema de la humanidad.
En Colombia, y especialmente en nuestras grandes ciudades, estamos sufriendo de manera creciente este fenómeno, el cual se está manifestando en las dichosas restricciones a la circulación, o en el desbordamiento de los rellenos de basuras, o en la pestilencia de las aguas a las cuales se sigue vertiendo todo tipo de inmundicias.
Bogotá y Medellín están experimentando, con creciente frecuencia, emergencias ambientales, a causa de la contaminación del aire. Y deben ser las primeras en Colombia en seguir el ejemplo de varias ciudades europeas, prohibiendo inmediatamente el diésel.
Las elecciones de octubre deben ser la ocasión para que los temas del medioambiente sean incluidos en las agendas de los alcaldes, concejales, gobernadores y diputados. Los políticos, por estar montados en sus ‘santoyotas’, blindadas, presurizadas y polarizadas, no están viendo la destrucción a su alrededor, y es hora de que empiecen a hacer algo al respecto. Ya va siendo tarde.