Hace cinco años, en un viaje en tren muy largo desde Ulan Bator en Mongolia hacia Pekín, Kat O’Sullivan y Mason Brown sacaron un cuaderno e hicieron una lista de todas las cosas que debería tener su casa soñada. En una reciente tarde, aquí, O’Sullivan, una artista que hace coloridos suéteres de parches sacados de otros suéteres que encuentra en tiendas de artículos de segunda mano y luego los vende a través de Etsy, y Brown, quien trabaja medio tiempo para una editorial y toca en un grupo musical, sacaron la lista y la leyeron a un visitante curioso.
“Habitación de luz negra: hecho”, dijo O’Sullivan, de 38 años de edad. “Mapa de piso a techo: hecho”.
Brown, de 35 años, añadió: “Enredaderas creciendo bajo techo: hecho y hecho”.
O’Sullivan continuó: “Tortuga mascota en el exterior: listo. Gramófono: lo tenemos”. Tienda de circo: tenemos dos”.
La lista de deseos, que llevaba varias páginas y era excesivamente caprichosa, también especificaba un ejemplar del Diccionario de Inglés Oxford sobre un pedestal, un hoyo de mini golf, un poste de peluquería giratorio, una alfombra flokati; varios columpios, incluyendo las variedades para el pórtico, el de Tarzán y el de burbuja; muchos muebles con patas de animales talladas, espejos dorados; una gran mesa de banquetes, un acuario y un pasadizo secreto.
O’Sullivan hizo una pausa en una de las entradas y su rostro redondo y alegre, enmarcado por una maraña de rizos dorados atados con una pañoleta roja, se volvió momentáneamente sombrío.
“Una lavadora y secadora: tan sencillo”, dijo, antes de añadir con un suspiro: “Aun no las tenemos”. ¿Qué tipo de casa tiene dos tiendas de circo y enredaderas que crecen bajo techo, pero no lavadora y secadora?
Se trata de Calico, la deteriorada propiedad en Catskills que O’Sullivan y Brown compraron por poco más de 200.000 dólares y en la que han pasado los últimos cinco años convirtiéndola en un refugio bohemio de lo que ella llama “el trauma” de vivir en un decrépito departamento de Brooklyn, o una serie de ellos, mientras trata de ganarse la vida como artista en la ciudad.
Las habitaciones reflejan el creativo uso de un artista de los materiales y los colores. Una encimera de la cocina está recubierta no con azulejos o granitos, sino monedas de un centavo de dólar. Cajoneras modulares de los años 70 que contienen materiales de costura están pintadas con el amarillo brillante del ícono pop del rostro sonriente.
Construyeron un santuario para exhibir una tostadora de 200 dólares, su único lujo de yuppies, dice O’Sullivan.
También hay una habitación arriba con un techo curiosamente abovedado, un salón de baile en miniatura donde la pareja organiza fiestas de baile con neblina y láser, un claro en el bosque donde han celebrado dos bodas y una segunda extensión de terreno que compraron carretera abajo con un hoyo para piscina en ella.
“Es agradable convertirse en el campamento o el hostal de todos nuestros amigos pobres”, dijo O’Sullivan.
La casa se ubica sobre seis hectáreas y media de terrenos boscosos, a orillas de una carretera campestre de dos carriles. Pero no pasa inadvertida. El exterior está pintado de todos los colores del arcoíris fosforescente, en franjas verticales y horizontales. Una publicación local llamó al estilo de la pareja el ‘Renacimiento del país de los dulces’.
En el 2009, O’Sullivan y Brown compartían un loft en Brooklyn con otros cuatro compañeros de casa. Como creativos en apuros en un mercado inmobiliario severo, se dieron cuenta de que eventualmente serían empujados más hacia los distritos exteriores. La pareja acababa de visitar Mongolia y, como muchos urbanistas que realizan un examen de conciencia, se convencieron de que habían encontrado una solución. En una palabra: la yurta.
“Fueron tan hermosamente creadas para esta vida sencilla y cómoda. Nos dijimos: ‘Deberíamos conseguir un terreno”, recordó O’Sullivan. Brown completó su idea: “¡Todo lo que necesitamos es un par de hectáteras y una yurta!”.
Trazaron un círculo en un mapa, poniéndose de acuerdo en buscar en cualquier parte a dos horas de distancia de la ciudad. Terminaron en Cottekill por casualidad; un cliente en Etsy de O’Sullivan (cuyo apodo comercial es Katwise) vivía en el cercano High Falls, Nueva York, y O’Sullivan pensaba que el nombre sonaba bonito.
La casa que mejor satisfacía sus requerimientos y su presupuesto limitado era blanca por fuera y sombría por dentro, con los pisos cubiertos de siete capas de linóleo sucio. Era oficialmente una ruina.
Una organización local que ofrece ayuda financiera para complementar las hipotecas de los compradores de casa por primera vez rechazó a O’Sullivan y Brown después de que su inspector dictaminó que no valía la pena reparar la casa.
El dictamen no los disuadió. Brown recordó haber pensado que podía hacerlo, en un tono que sugería burlarse de sí mismo: “Puedo usar un martillo. Vamos, todo esto empezó con una yurta. La casa es un extra”.
The New York Times
Steven Kurutz