Bogotá no es la misma de hace dos siglos, cuando la bruma espesa envolvía su cielo y cubría tanto sus montañas como sus paisajes sabaneros. Era una ciudad melancólica por el intenso frío que producía esa neblina profunda, que no sólo impulsaba a que la mayor parte de los pobladores buscaran refugio en casas de paredes gruesas, ponchos y abrigos de lana, sino también en la complicidad gastronómica, que se distinguía por ser bastante calórica y algo picante.
Así fue como se le dio origen al ajiaco, un plato que los Chibchas bautizaron de esa forma, porque su principal ingrediente era el ají.
Se trataba de una sopa picante que se caracterizaba por su espesura, ya que los indígenas la hacían con todos los tubérculos posibles o los que encontraban, siendo la papa el principal ingrediente, aunque también había quienes le echaban yuca y plátano.
“Al principio, la sustancia la daba la pavita de campo, un ave pequeña con carne muy dura, que ofrecía un sabor extremadamente fuerte a la preparación.
Pero con la llegada de los españoles, esta fue siendo desplazada por el pollo, animal introducido por los ibéricos en uno de sus viajes a América, que se disponía, tanto en la olla como en el plato, a manera de presas grandes”, describe Andrea Carrillo, chef profesional y socia de La Castaña.
Mientras la mazorca, uno de los alimentos básicos de los nativos, también hacía parte de esta vianda, pero en trozos de generoso tamaño; al igual que las guascas, una mata silvestre del altiplano cundiboyacense, que jugaba un papel determinante (y todavía), pues siempre han sido las encargadas de darle una sazón especial.
Al servirla, la sopa se complementaba con tortillas de maíz.
La crema de leche y las alcaparras fueron aportes que llegaron muchas décadas después, cuando los españoles los trajeron de Francia.
Así mismo sucedió con el arroz, que arribó desde tierras asiáticas, con el cual los conquistadores reemplazaron las tortillas y lo complementaban con el aguacate, una fruta dulce que habían conocido en México y que degustaban con cualquier preparación, sin importar si era de azúcar o de sal.
“Aunque el ajiaco original siempre fue un plato que consumía el pueblo, la introducción de esos insumos extranjeros hicieron que la receta fuera onerosa y que sólo la clase acomodada pudiera gozar del exquisito manjar, con todos 'los juguetes'”, agrega Carrillo.
No hay que negar que era un plato pesado, pero la ventaja era que los bogotanos almorzaban muy temprano, entre las 10:30 y 11:00 de la mañana, que daba un tiempo suficiente para hacerle la respectiva digestión.
A esto hay que agregar que, en ese entonces, el desplazamiento de un lugar a otro se hacía casi todo a pie, y las distancias eran muy largas, lo que también ayudaba a digerirlo apropiadamente. “A la hora de la comida se repetía lo del almuerzo, pero de igual forma, se servía entre 3:00 y 4:00 de la tarde”.
Otros acompañamientos
Antes de almorzar, a los bogotanos de esa época les gustaba comer dulces de fruta, a manera de aperitivo. “Estas exquisiteces se hacían con agua, azúcar y papayuela, breva, durazno y guayaba, especialmente.
De sobremesa, tomaban infusiones de mora y de guayaba. Sin embargo, las personas de posiciones menos favorecidas tomaban chicha, bebida que a la hora de las onces, también se convertía en la protagonista y hacía un buen equipo con empanadas, freídas en pura manteca de cerdo, o con arepas.
En cuanto a postres, las jaleas de guayaba y los bocadillos acompañados por quesos sosos, que pudieran cortar un poco el azúcar, eran los más apetecidos.
Otra de las viandas fue el chocolate, que lo tomaba la gente prestante, entre la una y dos de la tarde, con colaciones, queso, tamal y arepa. Mientras, la gente del común lo reemplazaba con aguadepanela con queso y arepa, para reponer energía y calor.
Claudia C. Garcés
Redactora de CEET