Camila Rossil ha dedicado los 37 años de su vida a defenderse de la diabetes tipo 1, el nivel más complejo de esta enfermedad, pues no solo ataca a los menores de edad, sino que los convierte en insulinodependientes.
“Me detectaron la diabetes cuando tenía cuatro años y comencé a convivir con ella aplicándome insulina desde esa edad. Llevo 33 años aprendiendo de la enfermedad. Todos los días conozco algo nuevo para hacerme la vida fácil. Y lo he conseguido.
Cuando era joven yo sentía que estaba restringida de muchas cosas que hacían las demás personas de mi edad, pero hoy pienso que mi vida ha sido normal gracias a que tengo conciencia de mi problema de salud.
Vivo con una bomba de insulina conectada a mi cuerpo, que me proporciona el medicamento cada cinco minutos. El dispositivo lo guardo en mi sostén. Es como si fuera otra parte de mi cuerpo.
Esto, junto con la necesidad de evitar el consumo de carbohidratos, me hace sentir bien, es decir, me dan la tranquilidad de vivir como una persona sana.
Es más, tengo que decir que incluso la enfermedad me ha traído muchas cosas positivas para mi vida. Permanentemente recibo abrazos de los médicos y de mi familia cuando ven los resultados de los exámenes y se dan cuenta de que estoy bien.
Pero eso no indica que no tenga anécdotas para contarles.
Una vez me fui para Praga con unos amigos y estando allá me robaron el bolso con la insulina. Me tuve que ir de urgencias a un hospital y allá no tenían el tipo de medicamento que yo usaba, entonces tocó que me aplicaran lo que hubiera para estabilizarme mientras volvía a Copenhague. Tuve que suspender mi estadía en Praga y regresar inmediatamente a mi país.
En otra ocasión me fui de rumba con unos amigos y de pronto me di cuenta de que se me había acabado la insulina de la bomba. Entonces salimos del sitio a la madrugada y pedimos un taxi urgente. Nos lo enviaron, pero me quedaban pocos minutos para evitar el riesgo de que cayera en coma.
El taxista llegó y me preguntó que cuántos minutos tenía de plazo para llevarme a la casa. Yo le dije que tres minutos, pero que prefería morir de diabetes que en un accidente de tránsito.
Mis padres son los responsables de que yo haya aprendido a vivir con la enfermedad.
Cuando estaba en la adolescencia, por rebelde, me negué a seguir el tratamiento y sufrí algo muy difícil: perdí la vista. Me quedé ciega.
Mis padres se preocuparon mucho y tuve que volver al tratamiento riguroso.
Además, me hicieron seis cirugías y hoy puedo decir que recuperé la visión. Volví a otro nivel de felicidad y a mi conciencia de que tengo este mal y que debo convivir con el.
Si algún día descubrieran la cura, no sé si la usaría, pues estoy tan acostumbrada a mi bomba de insulina que quizás me haría mucha falta.
Quiero vivir 105 años, por eso tengo claro que lo mío es la insulina, la dieta y el ejercicio físico”.
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20 ago 2014 - 5:25 a. m.
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