Cuando llegamos a Nueva York no estaba cayendo nieve, pero era claro que eso iba a suceder en cualquier momento.
Luego de un viaje en el que remontamos casi 4.016 kilómetros que ahora nos separaban de Bogotá, a las 6 a.m. del lunes 30 de diciembre del 2013 salimos del aeropuerto JFK a la brusquedad de un aire inhóspito.
El colombiano Oswaldo Morales nos condujo hacia su camioneta, mientras nos adelantaba los pronósticos del clima.
La nieve iba a caer el jueves.
Los vaticinios meteorológicos son un oráculo infalible en Estados Unidos y los 314 millones de habitantes tienen certeza del clima que tendrán en su rutina. No solo el día presente. Mañana, cinco días después.
Toda la vida.
El 31 de diciembre nos acogimos al frío y al viento helado de Times Square. Es uno de esos viacrucis masivos que nadie razonable repite. A las 12 a.m., cuando cae la bolita insignificante y estallan entre pantallas fuegos artificiales, las más de ocho horas que habíamos compartido con otro millón de almas habían dejado de ser la última alegría del año viejo y eran la primera tortura del 2014.
La temperatura bajaba y se escurría por debajo de cero. El primero de enero se caló su abrigo Bill de Blasio, el nuevo ‘Major of the city’, quien sucedía al billonario Michael Bloomberg, tan rico que no cobraba su sueldo. Rondamos la Zona Cero y la Torre de la Libertad que entregan en abril.
El jueves 2 viajamos bajo la lluvia hacia Woodbury Common. La nieve comenzó en ese suburbio comercial como una granizada menuda.
Cuando retornamos por la noche en el autobús, tapetes blancos bordeaban la carretera. Mientras tanto, secuestraban en Williamsburg al comerciante judío Menachem Stark. Cargaba dinero en efectivo.
La vida no le alcanzaría para la tormenta. Al pasar por el Departamento de Sanidad, vimos la montaña de sal reservada para la emergencia.
No era otra cosa Nueva York el viernes 3 de enero. Había nevado toda la noche, con los geométricos cristales de hielo sacudidos por una brisa caprichosa. Desde el último piso del New York Marriott East Side se veía el manto albino sobre los techos y las gárgolas coronadas de hielo de la vecindad. Las informaciones describían una calamidad.
Cien millones de habitantes, un tercio de los EE. UU., en el centro y nordeste estaban afectados.
Se habían cancelado las clases en las escuelas públicas y los aeropuertos eran un pandemónium. Diez mil vuelos se habían alterado. 1.500 se esfumaron. Las imágenes mostraban la nieve de 12 pulgadas atrofiando vías y calles.
SALE EL SOL
Cuando la nieve comenzaba a menguar, volvimos a Times Square. Estaba cubierta de una masa blanca a la que los operarios vestidos de rojo que la removían daban el toque de una lámina de Navidad.
La sal carcomía el hielo como un virus lento y paciente que inoculaban 450 maquinitas. Y ahí sucedió el milagro. Una mano súbita empujó las nubes negras hacia otro destino e instaló sobre Nueva York un cielo azul en el que resplandeció un sol como el arca de la alianza.
El cadáver de Stark fue encontrado en una bomba de gasolina en Long Island.
Una cosa es la nieve de las postales, la de los niños que erigen muñecos de masa blanca y helada.
Y otra, la capa de nieve sucia por las pisadas de miles de personas que se volcaron sobre las grandes avenidas para disfrutar lo que quedaba de sol.
El sábado 4 salimos de Manhattan hacia otros condados. La nieve había extendido su imperio al Bronx, Queens, Staten Island y Brooklyn, donde hileras de judíos ataviados con sus Shtreimel y sus abrigos negros celebraban el shabat.
El lenguaje de los medios trajinaba las palabras ‘vórtice polar’ y ‘antártico’ para describir lo que venía: la temperatura más helada en muchos años, por debajo de los 37 grados centígrados.
El domingo debíamos regresar a Colombia, pero el piloto del vuelo 449 de Delta nos dijo a los pasajeros que rebosábamos la aeronave que el copiloto no había llegado. Cancelado. Y luego de dos horas de espera nos regalaron una noche en el hotel Hampton Inn y nos reprogramaron para el miércoles. Esa noche fue fría como un heraldo siniestro.
El lunes de Reyes volvimos a la terminal 4 del JFK. Huascar Santana nos atendió en el mostrador de Sky Priority, y nos mandó a Colombia sin maletas en el vuelo 9866. Cuando llegó el copiloto, se escuchó un aplauso.
Alguien propuso bloquear la puerta de la cabina para que no fueran a escapar. Aplausos cuando carreteó el avión y cuando se levantó frente a un atardecer soleado que un pincel mágico tiñó de rojo en el horizonte para decirnos adiós antes del verdadero frío.
Carlos G. Álvarez G.
Especial para Portafolio