Pensemos en las turbulentas décadas en EE. UU. en las que se enmarcó la llegada a la Luna en 1969: la de 1950, con protestas contra la segregación racial; la de 1960, una época de revolución sexual, asesinatos y disturbios; la de 1970, la guerra de Vietnam.
(‘Central La Luna llega como alternativa en la generación de energía’).
En medio de este desconcertante repaso, el Apolo 11 y su histórica caminata en la Luna han adquirido la impresión de un momento único y unificador. Es como si, escribe Charles Fishman en ‘Un Gran Salto’, “un día de verano de 1969, tres hombres se subieron a un cohete, volaron a la Luna, se pusieron sus trajes espaciales, dieron un pequeño paso, plantaron la bandera y luego regresaron a casa”.
En su lugar, sostiene, ese pequeño paso transmitido por televisión, visto por cerca de 600 millones de personas, fue la culminación de una misión imposible que involucró a 400.000 personas que resolvieron 10.000 desafíos técnicos. Su relato, en el que los astronautas les ceden la palestra a los ingenieros y científicos que hicieron los cálculos y construyeron los equipos, es una de las muchas ofertas sobre el tema que nos llegarán para conmemorar el 50º aniversario del aterrizaje en la Luna del Apolo, el 20 de julio de 1969.
Éste es el momento para reevaluar el encanto de nuestro único satélite natural, un mundo seductoramente accesible que siempre ha sido un punto de escala en nuestra exploración del cosmos. La NASA dice que quiere llevar una mujer allá para el año 2024.
A la vez extraña y familiar, la Luna hechiza a soñadores como Elon Musk, que fundó y dirige SpaceX. La última frontera también cautiva a los presidentes, pues promete un gran legado. Donald Trump tuiteó que la NASA debería enfocarse en Marte. A la Luna, dice, la dejamos atrás hace 50 años.
De hecho, aparte del desaparecido Transbordador Espacial, se ha hecho poco desde el Apolo para desarrollar los vuelos espaciales tripulados. Si queremos aprender para una futura exploración del espacio, tenemos la distancia para reflexionar sobre cómo los involucrados lograron una hazaña que no se ha repetido desde entonces.
No he contado si Fishman, un periodista que investigó el desastre del Transbordador Espacial Challenger, realmente lista 10.000 desafíos, pero eso sería perder de vista su punto principal. El intento de llevar un hombre a la Luna fue tan audaz, tan completamente distante de lo que EE. UU. podía lograr técnicamente cuando el presidente John F. Kennedy hizo su promesa en 1961 de que sucedería antes de que terminara la década, que ni siquiera el apostador más entusiasta habría sacado las manos de sus bolsillos.
Para empezar, los soviéticos estaban acaparando todos los hitos espaciales. La URSS lanzó el Sputnik, el primer satélite artificial, en 1957; seguido de los primeros animales (incluyendo la perrita Laika, que murió tras el despegue por sobrecalentamiento); y el primer hombre en el espacio, Yuri Gagarin, quien completó una sola órbita de la Tierra en el Vostok 1 en 1961.
En comparación, el primer intento estadounidense a gran escala de lanzar un satélite en 1957 terminó en humillación: un mal funcionamiento del cohete hizo que el Vanguard se precipitara al suelo cerca del sitio de su lanzamiento. “¡Oh, qué Fracasnik!”, se burló el Daily Herald de Londres.
Fue la odisea de Gagarin la que impulsó la voluntad política detrás del intento estadounidense de llegar a la Luna. Triunfar en el espacio, le dijo JFK al Congreso, ayudaría a Occidente a “ganar la batalla que se libra entre la libertad y la tiranía”.
Sólo que la NASA no tenía cohetes adecuados, orientación por computadora, estaciones de rastreo o trajes espaciales. ¿Acaso se podía aterrizar en la Luna? ¿Era la superficie de roca o de arenas movedizas? Resultó ser rocosa y llena de cráteres. Las soluciones llegaron a través de una serie de proyectos lunares tripulados: Mercurio (que llevó al primer astronauta estadounidense, Alan Shepard, al espacio), luego Géminis y finalmente Apolo.
Pero para Fishman, los que nos llevaron a la Luna estaban operando tras bambalinas: entre ellos Charles Stark Draper, el profesor del MIT que perfeccionó los sistemas de orientación del Apolo; Thomas J Kelly, ingeniero principal de Grumman para el módulo lunar; y John C Houbolt, el científico de la NASA que defendió el concepto de la Cita Orbital Lunar (LOR).
La LOR implica enviar tres naves espaciales a la órbita lunar sobre un cohete: un módulo de comando o ‘nave nodriza’; un módulo de servicio, y un pequeño módulo de aterrizaje lunar. Los de comando y servicio, equipados con el combustible y el pesado escudo térmico para el reingreso se estacionan en la órbita de la Luna mientras el módulo de aterrizaje más ligero se separa y desciende a la superficie. En retrospectiva, este método supera la alternativa de un enorme cohete que llega hasta la superficie lunar y regresa, lo cual requiere más combustible.
Sin embargo, la LOR depende de la construcción de naves espaciales que puedan separarse y reunirse. Como escribió Fishman, Houbolt consideraba la LOR como la forma “totalmente obvia” para el viaje.
En 1962, Houbolt envió un memorándum a los jefes de la NASA, diciéndoles que estaba “molesto por la estupidez” de quienes no lo apoyaban: “¿queremos llegar a la Luna o no?” Houbolt se desahogó con una acentuada exasperación, y añadió que no era un cascarrabias. La LOR sigue siendo la técnica preferida y la única probada para cualquier aterrizaje con retorno.
Otros desafíos parecen casi cómicos, como la sugerencia de que los primeros astronautas en la Luna podían deslizarse 10 pies por una cuerda desde el módulo de aterrizaje para llegar a la superficie. ¿Una cuerda? ¿Y si tuvieran que volver a subir de prisa? Los astronautas consiguieron una escalera. “Es una gran oscilación para la humanidad”, como dice Fishman, no habría sonado igual.
Los detalles en este libro, que parece un manual de gestión, son exhaustivos y agotadores. Pero hay una mención sobre un incidente terrible que podría haber afectado el proyecto: el incendio que mató a la tripulación del Apolo 1. En enero de 1967, Gus Grissom, Ed White y Roger Chaffee estaban realizando pruebas en la plataforma de lanzamiento cuando un incendio se extendió por su cápsula. Los hombres se asfixiaron en sus trajes; el control de misiones pudo escuchar sus últimos momentos.
La tragedia fue la hora de la verdad para la NASA, tras la cual el trabajo se detuvo un año. La pausa y reanudación resultaron críticas. Incluso Fishman concluye: “Los cambios en el Apolo después del incendio, desde la forma en que se conectaban los paneles de control y la tela de los trajes hasta la cantidad de velcro permitida, fueron esenciales y salvaron el programa”.
Se puede encontrar un trabajo más pericial sobre ese desastre crucial en ‘Apollo 11: The Insider Story’ de David Whitehouse. El incendio comenzó bajo el asiento de Grissom, explica, pero “la documentación era tan deficiente que nadie sabía qué había dentro de la nave en el accidente”. Una investigación posterior reveló que la cápsula era un polvorín: una atmósfera de oxígeno puro, entre otras cosas, significaba que cuando hubiera una chispa, los hombres no tenían ninguna posibilidad de sobrevivir.
Después del incendio, Gene Kranz, director de vuelo de la NASA, le dio instrucciones a su personal para que escribieran una frase en sus pizarras: “Fuerte y Competente”. Fuerte, dijo, significaba que serían responsables de lo que hicieran o dejaran de hacer, y Competente que nunca se daría nada por sentado. “Cada día cuando entren en la sala”, les dijo Kranz, “estas palabras les recordarán el precio que pagaron Grissom, White y Chaffee”.
Mientras la NASA lloraba a sus muertos, los soviéticos lanzaban a sus mejores hombres al espacio en cohetes de mala calidad. Un mes después del desastre del Apolo 1, el cosmonauta Vladimir Komarov murió cuando los paracaídas de su cápsula Soyuz fallaron en su reingreso y se estrelló contra la Tierra. Estaba programado que Gagarin hiciera el viaje: su amigo Komarov, temiendo que el lanzamiento pudiera ser un viaje sin regreso, pidió ir en su lugar.
El esfuerzo espacial soviético fue planeado por el ‘Consejo Lunar’, que mostró gran desprecio por la seguridad de los cosmonautas: a pesar de la muerte de Komarov, las autoridades todavía querían un espectáculo espacial programado para noviembre de 1967, para conmemorar la Revolución de Octubre.
Ese entusiasmo se desvaneció cuando se filtraron las noticias del éxito del Apolo, particularmente del Apolo 8, que en 1968 se convirtió en la primera misión tripulada en orbitar la Luna y regresar.
Whitehouse, un exeditor de ciencia de la BBC, tiene el don de contar historias de forma fluida, llevándonos de un lado a otro entre la URSS y EE. UU. mientras las dos superpotencias luchan por la supremacía cósmica (y política). Muestra cómo el enfoque más lógico y sistemático de EE. UU. finalmente dio sus frutos.
Su rivalidad en el espacio dependía en gran medida de los ingenieros de alto nivel cuya experiencia era vital para el desarrollo de los misiles. En la esquina soviética estaba Serguéi Koroliov, un talentoso científico espacial que sobrevivió a una estancia en un campo de trabajo durante las purgas de Stalin. EE. UU. contaba con Wernher von Braun, el ex Nazi inventor del cohete V-2. Ambos marcados por el conflicto y los movía una pasión por el espacio.
Whitehouse también revela en su narrativa algo de las personalidades del Apolo 11: Neil Armstrong, el civil tranquilo, sin ego y popular que la NASA seleccionó como el primer embajador lunar de la humanidad; Buzz Aldrin, el irritable y amargado coronel de la fuerza aérea que sentía que su rango exigía que él debiera salir primero del vehículo de aterrizaje Eagle.
En ‘La Luna’, Oliver Morton, un editor de The Economist, se aleja de la atracción gravitatoria del Apolo y ofrece una meditación sobre la relación de la humanidad con la esfera. La Luna, escribe, “es esclava de la Tierra, su rostro atenazado por la gravedad no puede apartar su mirada de nosotros. Define el cielo. Completa la Tierra”.
Morton habla sobre el arte, la religión, la música y la literatura lunares, especialmente la ciencia ficción, y tiene buen ojo para los hechos extraños. Tomemos esta muestra de lógica: Johann Andreas Schmidt, un teólogo, escribió en 1679 que la Luna sería demasiado inclemente para los viñedos, lo que significaba que no podría haber Comunión y no podría haber gente con almas viviendo allí.
Cada dos capítulos aborda un aspecto más científico de la Luna, como su órbita, superficie o fases. Es en estos capítulos donde se destaca el veterano escritor de ciencia. La masa de nuestro satélite natural es de 73 millones de billones de toneladas, un poco más del 1% de la de la Tierra, y es principalmente de roca; si su tenue atmósfera se comprimiera a presiones terrenales, podría llenar una iglesia; sus llanuras oscuras se llaman mares lunares, mientras que sus partes más brillantes se llaman tierras altas; se encuentra a una distancia de entre 348.000 y 399.000 km de nosotros, dependiendo de su ubicación en una órbita elíptica.
Es importante destacar que Morton también aborda el futuro: confía en que volveremos, incluso aunque el gran retorno lo orquesten hombres de negocios como Musk en lugar de Estados-Nación. Es posible que Musk haya dirigido el programa de desarrollo de naves espaciales más exitoso desde Apolo, pero sigue siendo “un idiota, aunque no un imbécil irredimible”. Al autor le preocupa que la idea de los viajes espaciales pueda verse manchada por su asociación con figuras de este tipo.
Yo estoy menos seguro de que habrá una peregrinación de regreso durante mi vida. Como admite Morton: “Una vez que has ido, nada necesariamente te ata al lugar ni te impone la obligación de regresar”.
Doce hombres han caminado sobre la Luna, todos con el programa Apolo. Actualmente, sólo hay cuatro vivos. Cuanto más tiempo pasa del aterrizaje del Eagle, más se reducen sus logros a un momento único hace 50 años, cuando tres hombres se subieron a un cohete un día de verano y fueron a la Luna.
Anjana Ahuja